21 leguas…
En Guaduas, una piedra de la época colonial tiene la siguiente inscripción: “A Santafé, 21 leguas”. Una legua es una medida itineraria: es la distancia recorrida en una hora. Su longitud, en metros, depende del terreno (si asciende, desciende o es plano) y de la persona (si camina despacio o ligero).
El mundo, en sí mismo, no tiene distancias. Las “distancias” son formas sociales que los humanos imponemos al mundo, para nuestros propósitos. Un árbol, si pudiera, no mediría distancias ni tendría preocupación alguna por ellas. Nuestros cuerpos semovientes de animales, por el contario, sí tienen una preocupación por la distancia en el “espacio”. Y empezamos a organizar el mundo en distancias: contamos pasos para llegar y de ahí la “milla” del latín “milia pasuum”, es decir, “mil pasos” dobles, con ambas piernas. “Estás a una milla de tu destino” era, por tanto, una orientación muy útil.
Si, llevado por el espíritu ilustrado, tratamos de “objetivar” la cuantificación para lograr un dominio más preciso y técnico de nuestros recorridos, de pronto se nos ocurrirá lo siguiente: identificaremos un pedazo de metal que a cierta temperatura y, por tanto, en condiciones más o menos estables de dilatación nos ofrezca un patrón universal de medida. Hagamos, además, que la “distancia” de ese patrón parezca directamente relacionado con el “mundo” y no con nuestros cuerpos: calculemos, por ejemplo, la longitud del arco entre el polo y la línea ecuatorial del planeta y dividamos esa distancia en diez millones de partes (para lograr congruencia con el sistema decimal). La diezmillonésima del arco: un metro. Y, por tanto, la falta de alineación del metro con nuestros cuerpos: un metro es un paso incómodamente largo que la mayoría sentimos forzado y artificial.
Y con esta abstracción geométrica, y con un pedazo de metal en alguna parte que sirva de patrón (reiterado al infinito en cintas de medida que venden en las ferreterías y papelerías), ya tenemos un lenguaje común para reemplazar las medidas “itinerantes”, “antropomórficas” e “inciertas”. Una milla, ahora objetivada, sería algo así: 0,74 m + 0,74 m = 1,48 m x 1000 (pasos) = 1,48 km. Y un intento por objetivar la legua iría así: 6.512 (pasos que se dan en una hora de caminata ecológica y que conté gracias a mi celular) x 0,72 m (de mi propio paso, medido por mi papá) = 4,69 km.
A pesar de la racionalización métrica de la Ilustración, seguimos hablando en medidas itinerantes, aunque ya nadie sepa qué es una legua:
– “¿A cuánto queda la plaza?” –pregunté en estos días.
– “Si se va por esa calle que sube, llega en 10 minutos”.
Los ingenieros que están detrás de mi carro y de la Ruta del Sol instalaron odómetros e hitos carreteros que me hacen hablar en el lenguaje técnico de sus kilómetros. Pero la gente, cuando les pregunto, me sigue respondiendo con medidas itinerantes: llega en una hora, en media hora, etc. Los caminantes que van por nuestras carreteras, algunos literalmente a “pata pelá”, están rescatando el uso colonial: no hablan de leguas, pero sí de las tres horas que una familia se demoró del puente de guadua en Bogotá al retén de Siberia. O en el número de ampollas nuevas que el camino les dejó. (En serio: muchos caminantes van en chanclas o con el pie desnudo).
Pero, sea en metros o leguas o ampollas, repito que el mundo no tiene distancias. El metro es más preciso (más replicable y con menos dispersión de resultados), pero no por eso más “objetivo”, pues no proviene de las cosas, no es parte del mundo: no es objetivo, es también plenamente subjetivo. Pero es producido por otras estructuras y estrategias de la subjetividad que divergen a las que nos permiten hablar coloquial y espontáneamente de “leguas”.
La justicia y el Derecho también tienen esta misma estructura epistemológica: son maneras útiles de hablar sobre el mundo. No existen en el mundo, sino que son maneras “naturales” (cuando dependen de nuestra propia estructura corporal) o “racionalizadas” (cuando vienen de patrones institucionalizados) de medir, repartir y cortar. La gente habla de “leguas” y los abogados tratan de unificar en “metros”. La analogía es imperfecta en que quizás los abogados nunca llegamos a construir el patrón universal de medida que hoy usan los ingenieros, aunque ciertamente lo intentamos en la ley y en el proyecto legalista de la Ilustración. Pero, en la calle, a falta del odómetro de los ingenieros, la gente sigue hablando a “ojo de buen cubero” en “leguas” y “millas”, con las que analizan, evalúan y ejecutan las formas de “medir” y “repartir” recursos sociales escasos a los que aspiran: no la longitud, sino los derechos y, a partir de ellos, lo que llaman “justicia”. Esta justicia es “natural”, aunque no sea “objetiva”. Y por el hecho de que no sea “objetiva” no deja de tener sentido hablar de ella.
Cuando me dicen 21 leguas a Santafé y para mi fueron 19, hay una discrepancia en la longitud, pero no necesariamente un conflicto. Por oposición, puede haber un muerto si mi terreno es de 19 y no de las 21 leguas cuadradas que yo conté cuando lo recorrí por primera vez. La parametrización funciona para algunas cosas, pero es imperfecta e incompleta para otras. Pocas normas legales son capaces de construir verdaderos “metros”, y muchas proponen más bien “leguas” de medición. Incluso muchas de las normas de las que los teóricos denominan “reglas” tienen criterios de evaluación que se parecen más a “leguas” que a “metros” Pocas normas legales contienen verdaderos metros: la “longitud” de las variables que convergen en el comportamiento social, la regulación de conductos y el anhelo de justicia aún depende del ritmo y del paso de los caminantes.
Pero detendré aquí mis filosofemas, por ahora, porque tengo que llegar a Santafé y me faltan todavía 21 leguas…