Las promesas vacías

“La rama se está intoxicando en su propia endogamia al preferir ser un gremio cerrado y no una asociación abierta de conocimiento, creatividad y talento”.

Como otros comentaristas, también creo que la justicia colombiana pasa por un mal momento. Colombia aspira a tener instituciones y políticas públicas del nivel exigido a los miembros del exclusivo club de la OCDE; es posible que en algunos campos la institucionalidad nacional tenga una relativa solidez y que en pocos años estemos pasando del entrampamiento en dinámicas del tercer mundo a ser un país empoderado y optimista que accede sólidamente a niveles medios de desarrollo económico y bienestar humano. En justicia, en cambio, el país sigue africanizado. La promesa colectiva es pasar de tener una de las peores justicias del mundo a estar dentro del grupo de las 40 mejores en cinco años. Hacemos promesas de mejorar el sistema, pero fallamos reiteradamente; y con cada uno de los proyectos fallidos, perdemos cada vez más confianza en nuestra capacidad de entender y administrar el complejo emprendimiento nacional de la justicia. Hoy estamos más perdidos que nunca y trataré de explicar por qué.

La nueva apuesta nacional por mejorar la justicia descansa en la expedición del Código General del Proceso. Pero, me duele decirlo, no hay ninguna razón legítima para pensar que esta norma vaya, por sí sola, a generar cambios significativos en la calidad de nuestra justicia. La razón es sencilla: las normas procesales regulan la interacción entre los usuarios y el sistema; son, por esa razón, las normas que regulan, como se dice en inglés, la front office. Pero todos nuestros problemas, hoy, tienen que ver con el diseño detrás de la vitrina, detrás de bambalinas, en el back office.

Nuestro sistema de justicia está entrampado en un cambio de modelo de gestión: estamos todavía tratando de superar el antiguo juzgado, entendido como unidad básica de administración de justicia, donde se cumplía con todas las funciones tanto judiciales como procesal-administrativas. En cambio, hoy los jueces son más bien decisores individuales conectados en red con formas de administración más sistémicas donde se ofrecen servicios procesales-administrativos a todos, con protocolos comunes, mayor planeación funcional de los espacios tribunalicios, mayor inversión en plataformas compartidas de notificación y litigio electrónico, mayor consideración y respeto por los usuarios.

En ese sentido, el modelo de gestión ya no requiere de “juzgados”, sino de “tribunales”, entendidos como espacios donde jueces de un mismos nivel, especialidad o localización funcionan bajo una administración tribunalicia común, permitiendo mayores inversiones en bienes públicos de justicia, mayor aprendizaje de mejores prácticas y más altos niveles de coordinación. Estas mejoras administrativas también están conectadas con una utilización más potente y sistemática de las tecnologías de la información y la comunicación. Nuestra justicia, en este campo, todavía padece de un notorio rezago digital que otros sectores del país ya han empezado a disminuir.

Toda esta maquinaria de la justicia a la que me acabo de referir está en el back office. Allí están las mejoras que hay que hacer y las eficiencias que hay que lograr. El código, empero, no dice absolutamente nada al respecto. Delego estos “detallitos” a planes de acción posteriores de los cuales depende su implementación. Pero estos planes no han tenido ni la visibilidad ni el acompañamiento que sí mereció el código. Estos planes se discuten en espacios burotecnocráticos, en una literatura gris que nunca conocen los abogados; entre tanto, los cientos de miles de operadores estudian el código, que para efectos de estos temas, es la mera superestructura; y la infraestructura decisiva no se estudia, no se discute, o peor aún, no se ejecuta.

Así, el plan de acción para la implementación del código se aprobó de manera muy tardía, su ejecución está significativamente enredada y no tiene tampoco una dirección estratégica clara sobre qué se ha de hacer con la maquinaria de la justicia que descansa en el back office; peor aún ocurre con el Plan de Justicia Digital, en el que apenas se están haciendo incursiones preliminares de las cuales depende también nuestra capacidad de modernizar la justicia y hacerla competitiva con el nivel de desarrollo que esta nueva y pretensiosa Colombia dice ser capaz de alcanzar.

Se dice, de otro lado, que el tema fundamental es el proceso oral y por audiencias, pero el éxito de este modelo depende de las decisiones que se tomen en el back office sobre el diseño del sistema. Estas cosas, además, no parecen ser propias de abogados, no son cosas que se discutan en la teoría general del proceso. Son cuestiones de administración de justicia que no hemos abordado con la misma competencia y dedicación.

Finalmente, está el impacto lamentable e innegable del desánimo y la desconfianza. Los líderes del sistema (en su doble papel jurisdiccional y administrativo) no han sido capaces de concitar al país, que en este momento desborda de energías, a emprender la tarea de la reforma a la justicia. Las percepciones de politización y gremialismo cerrado están ganando la batalla. La rama se está intoxicando en su propia endogamia al preferir ser un gremio cerrado y no una asociación abierta de conocimiento, creatividad y talento. Hoy estamos ante una política pública sectorial estancada, sin imaginación y sin posibilidades certeras de cambio. Y si es así, ¿qué habría de cambiar el nuevo código? Me temo que se trata de más promesas vacías, a menos de que hagamos algo de manera urgente.

Aprovecho esta oportunidad para despedirme de los amables lectores de Ámbito Jurídico, quienes en estos años me han honrado con la lectura de esta columna y con sus interesantes comentarios. Todo empeño llega a su fin y es hora que yo emprenda nuevas tareas. Mil gracias.

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