Un acto de policía

Voy a narrarles a los amables lectores un episodio que me ocurrió recientemente. Es una historia trivial pero que, en todo caso me ha dado mucho que pensar en los últimos días. Trataré de contar la historia de la manera más descriptiva posible. Agradecería mucho si los lectores me cuentan a mi correo, diego.ambito.juridico@hotmail.com, qué piensan del asunto y cómo lo evalúan. Creo que esta pequeña viñeta da mucho qué pensar sobre cómo funciona el Derecho y cuál es su función. Aquí van los hechos:

Conducía mi auto y un semáforo en rojo me había detenido. Al arrancar, y todavía a baja velocidad, un taxi que venía por la misma avenida y en la misma dirección, me cerró abruptamente y golpeó el guardafangos delantero derecho. Yo paré a mirar qué había pasado; el taxi se hubiera volado a no ser porque en el mismo semáforo, un poco más atrás de nosotros, estaba un policía de tránsito que desde su moto se había percatado de todo el incidente. Mi carro tenía varios “rayones” amarillos sobre la pintura que no parecían mayor cosa, pero que, en todo caso, me mortificaban. Mínimo, pensaba yo, habría que repintar la parte y ello me podía costar una cantidad incierta de dinero. El policía obligó al taxi a retroceder cuando ya parecía emprender las de Villadiego.

Mi versión era sencilla: yo le decía al policía que era el colmo que el taxi hubiera invadido mi carril. Según mi lectura de los hechos, el taxi se había abalanzado “arrogantemente” sobre mi carro por no tener que parar detrás de un carro parqueado que bloqueaba el avance de su carril. La versión del taxista era igualmente sencilla: yo me había “explayado” en mi propio carril y no me había corrido hacia la izquierda, donde había suficiente espacio, para que los dos sorteáramos exitosamente el estrechamiento de la vía.

El taxista arrancó por decir que no había pasado nada y que siguiéramos; yo me planté y dije que quería croquis y todo para que me pagaran el valor, en ese momento incierto, de mis daños que no tenía por qué soportar luego que este señor me había “tirado” su carro. Con seguridad, tanto taxista como yo estábamos haciendo cuentas del valor que representaba en tiempo y dinero la “formalización” de la disputa. En mi caso particular, tenía que ir a recoger al niño de la girandolla para llevarlo a su pediatra; el taxista seguramente tendría afán en continuar trabajando para lograr su producido.

El policía sabía que este era el más mínimo de los “choques simples”, que los carros parados interrumpían el tráfico y que tenía alguna misión más importante que cumplir.

Luego de observar con gesto serio los “papeles” de nuestros vehículos, el policía, sin mediar nueva palabra, le pidió el favor al taxista de dar vuelta al volante de su carro. Luego se puso a revisar con su vista y tacto los neumáticos y a continuación le dijo que estaban “remarcados” y que iba a llamar una grúa para la inmovilización del carro. Entendí en este momento que la táctica del juego había cambiado a mi favor. Cuando se alejó el policía a hacer la llamada a la central para que le enviaran la grúa, le hice ver al taxista que lo mejor es que me pagara los daños, que en ese momento estimé en 40.000 pesos, para que no lo enredaran con el asunto de las llantas.

El taxista no negó con mucha convicción la acusación de las llantas remarcadas. En su lugar, afirmó que este taxi pertenecía a la compañía equis que estaba situada allí, en la carrera equis, como suponiendo que el policía debía entender algo con esta referencia. Yo no capté el lugar de este “argumento” que me parecía impertinente. El policía se mosqueó, y sacando pecho le respondió al taxista que no había ningún problema, que él le había puesto varios comparendos a taxis de esa compañía y que no tendría problema alguno en inmovilizar el vehículo por el remarcado de las llantas.

Yo pregunté qué tenía esa compañía de raro como para estar por encima de la ley. El taxista no continuó con el argumento y, con alguna reticencia, se me acercó a preguntarme  cómo íbamos a arreglar. Le repetí mi estimación: ¡eso vale 40.000 pesos! Él se regresó a su taxi y me dio 30.000 pesos, porque, según me dijo, era lo único que tenía. Yo acepté esa suma a regañadientes porque tenía que ir a recoger de inmediato al niño de la girandolla; ojalá el taxista, espero que conduciendo con menos agresividad, haya recuperado con creces las pérdidas que soportó en este pequeño litigio de policía. El uniformado sancionó la conciliación y luego de reprender al conductor por lo de las llantas lo dejó ir también. Ambos nos fuimos en buenos términos y hasta agradeciéndole al policía. Luego, con un poco de suerte, tengo que informar a los lectores que el daño a mi carro lo solucioné de forma satisfactoria con una inversión de 40.000 pesos.

En derecho de policía llaman “actos de policía” a este tipo de intervenciones. Los actos de policía se ejercen dentro de marcos legales apropiados (normas de tránsito en este caso) y con el propósito genérico de la conservación del orden público. ¿Fue este un “acto de policía” correcto? ¿Merece el policía, como agente de aplicación del derecho, una felicitación o una censura? Me gustaría conocer sus opiniones. Sobre ellas elaboraré algo en la próxima columna, Dios mediante.

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