Gente VIP, sitios VIP…

“… la diferenciación de productos y servicios en el mercado es legítima, pero hay un punto en que empieza a entrar en colisión con servicios esenciales y con derechos fundamentales de la ciudadanía…”

En una economía de mercado, resulta legítimo vender productos diferenciados a los consumidores: habrá alguien que desee y pueda comprar, por ejemplo, galletas más finas o más costosas. Lo mismo sucede casi con todo tipo de bienes y servicios donde la gama de calidad y precio es amplísima. Algunos de estos servicios, sin embargo, resultan especiales: parte de la diferenciación del producto o servicio se realiza mediante un proceso de “distinción” del “cliente preferencial”. Así, por ejemplo, la compra de un pasaje de clase ejecutiva o la pertenencia a un club especial de viajeros frecuentes usualmente implica la posibilidad de disfrutar del club VIP. Todo esto suena normal en una economía de mercado y quizá nada de esto nos debiera preocupar. Sin embargo, hay aspectos de la cultura VIP que quizá valga la pena examinar con mayor cuidado.

El primer punto es el siguiente: una cosa es comprar una galleta con doble chocolate que a usted le gusta; otra cosa muy distinta es cuando la adquisición del servicio VIP origina diferencias sociales conspicuas, por ejemplo, en la infraestructura pública de servicio y, por tanto, en las cargas y deberes que ciudadanos de diferentes estratos deben cumplir. Los pasajeros VIP hacen parte de lo que el arquitecto y urbanista Rem Koolhaas ha llamado la “élite cinética”, esto es, los viajeros que viajan al año miles de kilómetros y se encuentran en perpetuo movimiento dentro de la economía globalizada. Ellos exigen una mayor velocidad en el franqueo de puestos de seguridad y aduanas, y las compañías privadas están dispuestas a darles algunas de estas ventajas por un sobreprecio en sus tiquetes. El pasajero VIP, pues, requiere de su club VIP. El club VIP constituye un espacio segregado dentro de un espacio público. Además, y ello lo hace más problemático, el pasajero VIP no solo disfruta de ventajas propias del servicio que pagó, sino que, y he ahí lo preocupante, puede cumplir con cargas públicas en condiciones también preferenciales. El club VIP, por ejemplo, resulta esencial para poder evitar los cada vez más imposibles chequeos de seguridad que padecen los viajeros comunes.

Las exigencias de una economía VIP van creando así una infraestructura pública segregada. De hecho, cada vez más espacios públicos donde se prestan servicios esenciales se están dividiendo entre ciudadanos VIP y ciudadanos no VIP. En algunas ciudades, por ejemplo, existen salas VIP en centros comerciales donde el criterio de acceso está dado por la historia de gasto de las personas. Incluso hospitales y bancos ofrecen salas y sucursales VIP para la comodidad de sus clientes más afluentes. De la moda no escapan los cines, los parqueaderos y muchos otros servicios donde la misma existencia del servicio no parece responder a necesidades sociales claras.

La existencia de espacios públicos segregados es una característica típica de sociedades no igualitarias. E insisto: no se trata solamente de que alguien tenga un derecho de mercado de comprar un tiquete en el vagón de primera o en el de segunda. El punto es que los servicios diferenciados empiezan también a discriminar tanto hacia arriba como hacia abajo del proceso económico: primero son vagones diferenciados; ahora también son terminales, hospitales y aeropuertos diferenciados. El problema tiene igualmente otra dimensión: la diferenciación de productos y servicios en el mercado es legítima, pero hay un punto en que empieza a entrar en colisión con servicios esenciales y con derechos fundamentales de la ciudadanía. Entre ellos, por ejemplo, la estructura de igualdad que resulta deseable en una sociedad democrática abierta.

Una economía de mercado y un Estado de derecho exigen mayor igualitarismo social: en un reciente estudio de Raymond Fisman y Edward Miguel de la Universidad de California en Berkeley se mostró que los diplomáticos extranjeros residentes en Nueva York violaban marcadamente las normas de tráfico de la ciudad. La placa diplomática es una típica señal de gente VIP y, como los carros oficiales colombianos, da inmunidad frente a la sanción. El punto del estudio era mostrar, sin embargo, que los diplomáticos de países con mayor respeto cultural por el derecho violaban menos las normas de tránsito y, por tanto, se escondían menos en su calidad de VIP para pedir tratamiento extraordinario. Una pregunta resulta pertinente en este momento: ¿por qué alguien estaría interesado en pagar estos servicios y lugares VIP? La respuesta preocupante es la siguiente: es posible que alguien pague servicios VIP, si puede, porque los normales tienen una calidad que considera inaceptable. Los servicios gold y platinum de las empresas prestadoras de salud colombianas no son de gold o de platinum: se trata de un gasto en el vagón de primera, ya que los consumidores huyen despavoridos del servicio de segunda que consideran inaceptable.

Hay igualmente una razón de naturaleza sicológica: en sociedades no igualitarias “ser distinguido” es una fuente de intenso placer y de poder. Los pasajeros VIP no pueden dejar de mirar con cierta autocomplacencia al resto de los mortales mientras lidian con las incomodidades del mundo no VIP. La infraestructura VIP hace socialmente visible las diferencias de clase que el mercado permite, pero que la política sanciona al impedir que haya nobles o celebridades basadas en distinciones sociales permanentes. La noción de celebridad ha sido apropiada por las revistas de entretenimiento, pero se trata de un concepto sociológico de la mayor importancia desarrollado por C. Wright Mills en su lúcido análisis de las élites de poder.

Finalmente, resulta necesario advertir que gran parte de esta oferta de servicios VIP está por fuera de las reglas de una sana economía de mercado: a muchos viajeros frecuentes se les da acceso a las salas VIP, no porque estén pagando más, sino como remuneración a su capacidad de dirigir recursos corporativos o públicos hacia la aerolínea de su escogencia. Se les premia, no por la compra de un servicio superior, sino por su patrimonio o su influencia. Se trata, así, de una nueva clase distinguida que busca identificarse de manera ostentosa en espacios públicos que son cada vez más segregantes. Si ustedes me preguntan a mí, preferiría vivir en una sociedad más igualitaria, con servicios públicos adecuados para todos y con una sana sensación de orgullo en el respeto de la fila. Los servicios VIP solo deberían ser posibles para el que quiera mucho más, no para el que quiera el tratamiento básico al cual todos tenemos derecho. Y, además, los servicios VIP deberían prestarse sin las marcas excesivamente ostentosas de la segregación social.

Estoy seguro de que algunos lectores se estarán haciendo una pregunta a la cual les contestaré que sí: a mí también me da un cierto gustillo cuando entro en la sala VIP (eso sí, en las escasas veces que lo he podido hacer) y miro a mis congéneres por encima del hombro…

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