San Esteban, el constitucionalista
San Esteban fue el fundador del estado húngaro alrededor del año 1000. El partido de derecha, Fidesz, ganó las elecciones del 2010 y expidió una nueva Constitución en el 2011. En la solemne “profesión de principios” se lee: “estamos orgullosos que nuestro rey san Esteban haya construido el estado húngaro sobre cimientos sólidos y haya hecho a nuestro país parte de la Europa Cristiana hace más de mil años”. ¿Retórica inocua? No. Más bien retórica peligrosa de la que deberíamos escarmentar.
Esta Constitución reemplazó a la vieja de 1949, dictada por Moscú en la época soviética. Ella se había conservado desde entonces, pero con cambios radicales en 1989: las instituciones liberalizaron de forma profunda estableciendo derechos protegidos por una Corte Constitucional. La visión de la naciente Corte se hizo ver con claridad: en una sentencia de 1990 declaró inconstitucional la pena de muerte que el Código Penal prescribía generosamente.
Hungría se convirtió así en el modelo de la transición exitosa del autoritarismo comunista a la democracia liberal, con aumentos significativos en el bienestar económico de la población y amplias libertades y derechos. Su Corte Constitucional pasó también a ser una de las “pop stars” del constitucionalismo global, quizás acompañada por las de Suráfrica, Corea del Sur y Colombia.
Pero el consenso liberal en Europa y Hungría entró en serios problemas: las expectativas del acelerado crecimiento económico se derrumbaron ruidosamente en la crisis del 2008, la migración desde África y el medio oriente amenazó la identidad nacional y racial. La población votante giró hacia la derecha y dirigentes populistas como Viktor Orbán -ideólogo y líder indiscutido de Fidesz, primer ministro desde el 2010- vieron una oportunidad de oro para lanzar un nuevo proyecto constitucional.
En respuesta, Orbán ha hablado de articular una “democracia iliberal”. Según él, el Estado debe responder a sus mayorías políticas sin que el sistema de contrapesos del constitucionalismo liberal entrabe la toma de decisiones. Este mayoritarismo es la base de una “contrarrevolución cultural” lanzada por partidos de derecha (en Polonia, Estonia, Italia, Turquía y EE UU) que buscan desafiar el consenso liberal. Para ello han recogido el sentimiento tribalista de sus electorados y han atacado el pluralismo liberal que ellos ven como destrucción de los valores y de la identidad nacional.
Aquí es donde aparece san Esteban en la Constitución, para dar un punto de referencia a la identidad cristiana milenarista de los húngaros étnicos. Dentro de este proyecto constitucional, Orbán ha desplegado un constitucionalismo ideológico y otro estratégico.
En el lado ideológico, Hungría ha pretendido llegar a ser la barrera europea que detenga la invasión musulmana y africana. Se construyó un muro en el sur para impedir la migración física; se expidieron leyes que impiden la petición de asilo y que incluso criminalizan la ayuda de húngaros a las personas que piden asilo; se criminalizó la vagancia en las calles, como forma de lograr control policíaco sobre los migrantes.
Se busca así la homogenización cultural y racial entorno al cristianismo, y, paradoja, se justifica también como una lucha contra el antisemitismo. Con este giro, el populismo contemporáneo se aleja de los fantasmas del fascismo de antaño, desplegando nuevas formas y motivaciones para el tribalismo y el racialismo.
Cuando la Corte Constitucional húngara se opuso a algunas de estas medidas, Orbán la desmanteló mediante la modificación del sistema de elección de magistrados que ahora recayó exclusivamente en el Parlamento contralado por Fidesz. Cuando la Corte Europea de Derecho Humanos también se opuso, Orbán cambió la Constitución estableciendo un astuto mecanismo. Si la deuda pública excede la mitad del PIB (lo cual es cierto en Hungría), y se requiere el desembolso de presupuesto para cumplir con alguna obligación de protección de derechos humanos, el Ejecutivo quedaba habilitado para expedir un impuesto especial ad hoc para cubrir la inesperada demanda de recursos. La estrategia es clara: el pueblo contra los derechos humanos. La norma fue aprobada, pero el escándalo internacional obligó a Orbán a recular a los pocos meses.
Se estableció de nuevo a la familia de hombre y mujer como célula única de la sociedad; se propuso darle un peso reforzado al voto de hombres y mujeres heterosexuales que tuvieran hijos; se estableció la protección de la vida del feto; se eliminó la orientación sexual como criterio de discriminación; se permitió de nuevo la pena de prisión perpetua sin subrogados de ningún tipo.
Pero no todo es ideología. Hay también preocupación estratégica por el afianzamiento del poder hegemónico. Las normas electorales fueron modificadas para facilitar el triunfo de Fidesz en todos los distritos electorales (domina 20 de 21); se obligó al retiro forzoso de todos los jueces que fueron reemplazados por criterios políticos, empezando por el célebre magistrado András Baka de la Corte Suprema, último ícono del constitucionalismo liberal.
Los puestos claves del Estado fueron nombrados por Fidesz por periodos extraordinariamente largos (9 años) para consolidar el poder del partido más allá de los ciclos electorales ordinarios. Los más importantes son el comisionado de telecomunicaciones, que tiene hoy ablandada a la prensa, y el gerente de la judicatura, que ha hecho otro tanto con los jueces. Eliminada esta oposición social y política, Fidesz reina sin obstáculo alguno en un clima de partido único.
San Esteban bendito, pues, ha sido utilizado para establecer una “democracia iliberal”: es decir, una autocracia social y política, donde la obediencia a las mayorías pugna con el respeto de libertades y derechos. Quizás es por eso que Trump admira tanto a Orbán. Se trata de una admonición que deberíamos escuchar atentamente.