Legalismo autoritario y desafío a las normas
Existe un relativo cansancio con el gobierno de los jueces; se ha impuesto, se dice, una juristocracia que ahoga la democracia. Muchos han llamado entonces al restablecimiento de la dignidad de la legislación y de la autoridad administrativa, arrinconada por decisiones judiciales que, so pretexto de principios constitucionales y derechos fundamentales, impiden la implementación de decisiones de autoridad legalmente adoptadas.
Concurro con los críticos en esto: es cierto que los jueces no siempre se toman con suficiente seriedad la ponderación entre la libertad de decisión de la autoridad y los principios constitucionales que se dicen vulnerados. Anular una ley o decisión administrativa es una cosa muy seria que solo debe hacerse por razones muy claras y potentes. La autoridad de la legalidad se debe respetar.
Pero el control de corrección de la legalidad también es una institución muy valiosa. En sociedades abiertas, la autoridad no tiene la última palabra. Los ciudadanos pueden desafiar las normas expedidas por las autoridades cuando ellas vulneran “principios superiores”. En los regímenes autoritarios, las leyes y órdenes expedidas se deben cumplir de forma perentoria y tajante. El legalismo, lo sabemos desde Napoleón, puede ser intensamente autoritario. En la Siria de Bashar (por dar el ejemplo seguro de un dictador contemporáneo que nunca leerá esta columna) los ciudadanos no se pueden arriesgar a desafiar las normas de la autoridad.
En el mundo contemporáneo se nota la llegada de una nueva sensibilidad política donde se está hablando de la posibilidad de crear “democracias iliberales”. Montados en críticas a la juristocracia, que pasan a ser críticas de la posibilidad de desafiar normas legalmente expedidas, los fautores de esta tendencia abogan por el restablecimiento de legalidades más autoritarias que permitan restablecer el “bien común” y la “unidad nacional”. Bajo esta ideología se fortalece la posibilidad incontestada de expedir normas y se limita o elimina la posibilidad de desafiar su contenido a la luz de principios superiores. Y si las autoridades no se equivocaran nunca, no tendría sentido tener instituciones de desafío y control normativo. Pero el hecho rotundo y tozudo permanece: el mundo sigue lleno de normas expedidas que merecen ser reexaminadas y desafiadas, así se hayan expedido de la forma legalmente prescrita. A continuación, una caprichosa vuelta al mundo en 500 palabras:
En Filipinas, por ejemplo, el gobierno de Duterte ha ordenado exámenes universales obligatorios de sangre a aspirantes y estudiantes de universidad para comprobar si usan o no drogas. No contento con esto, está estudiando la extensión de la norma a estudiantes de bachillerato a partir del noveno grado.
En Arabia Saudita, hasta hace muy poco, las mujeres no podían manejar carros legalmente.
En Hungría se penaliza desde hace poco a las personas que estén en situación de calle, con el propósito específico de poder lidiar con los inmigrantes que han llegado provenientes de Siria y otros lugares; igualmente, una ley reciente establece penas a quien ayude o preste auxilio a una persona que quiera buscar asilo en Hungría.
En Irán, las mujeres enfrentan graves sanciones por violaciones al código legal de vestimenta que obliga a que lleven en público la pañoleta en sus cabezas; y, en el mismo registro, tienen legalmente prohibido asistir a estadios a presenciar espectáculos deportivos.
En Túnez la sodomía consensual todavía tiene pena de prisión. Y, frente a la dificultad de encontrar pruebas del delito, el sistema de investigación penal ordena la realización de tactos anales forzosos para determinar “clínicamente” si el delito se ha cometido.
En los estados de Oklahoma y Kansas se acaban de expedir leyes que les permiten a los funcionarios estatales de adopción seguir sus criterios religiosos al aceptar las parejas adoptantes. La norma tiene como propósito permitir el ejercicio de la objeción de conciencia frente a adoptantes homosexuales.
En China, la policía de calle porta anteojos con tecnología de reconocimiento facial. La misma tecnología existe ya masivamente en las cámaras urbanas de vigilancia.
En EE UU, hasta hace poco, las autoridades de policía podían acceder sin autorización judicial previa a la posición GPS emitida por el aparato celular de cualquier persona.
En Bangladés una Ley de TIC ha sido repetidamente utilizada para enviar a la cárcel a personas que marcan con un “no me gusta” en las redes sociales los actos u opiniones del primer ministro.
En Hungría ya se construyó el muro contra los migrantes y solicitantes de asilo y en EE UU sigue el tira y afloja para conseguirle su financiación.
Y en Colombia… dé usted el ejemplo.
Estas “injusticias”, como muchas otras, no se dan por fuera de la legalidad. Son injusticias que se dan dentro del Derecho. Están respaldadas por normas legalmente expedidas. Pero el punto es precisamente ese: que lo podamos discutir, que las podamos desafiar y que, en algunos casos, podamos mostrarnos a nosotros mismos que la legalidad no garantiza por sí sola la corrección sustantiva de las órdenes. Las leyes deben respetarse, pero debe ser posible desafiarlas.
Lo valioso de la institución, en mi opinión, no consiste en que los jueces las declaren inválidas; lo valioso es que los ciudadanos puedan desafiarlas. Ese es el componente democrático de la posibilidad de argumentar en contra de normas democráticamente expedidas.