El cuento de la madre y la guardiana de la puerta: una viñeta de teoría del Derecho
Llegué con mis hijos a disfrutar de un parque infantil bonito en Cartagena, de esos de nueva generación: pisos de neopreno, un gran “buque” en el centro con entradas y salidas, trepadas y equilibrios, subidas y bajadas, cuerdas y toboganes… Ya se hacen la idea. Los niños felices y los padres también, en parte porque el ingreso es gratuito. Los juegos están divididos en dos espacios cerrados: uno más pequeño, el de los apenas caminantes, para niños de estatura menor a un metro; en el otro, más grande y con más atracciones, para los niños “grandes” que superen el metro de estatura.
Pero no todo es felicidad. De pronto se oyen palabras altisonantes que llaman la atención. Hay una discusión acalorada en una tarde que ya lo es en demasía. Acerquémonos a escuchar:
– “Pero dime nena” –dice una mamá furiosa a la portera que aparenta impasibilidad- “¿por qué no puede entrar el niño?”.
– “Porque mide menos de un metro. Ponlo a jugar allí al lado, donde los más chiquitos”.
– “Pero no, nena, si el niño tiene ya cinco años y se aburre ahí. ¿No ves que todo eso es para bebés y él quiere jugar en el barco con sus primos? Y, al fin y al cabo, mira bien, solo le falta medio centímetro”.
– “Pero no, yo no puedo hacer nada, el parque grande es para niños de más de un metro”.
Se aglomera la gente entorno a ellas. La discusión se endurece. Estos argumentos se repiten una y otra vez. Llega la supervisora. La mamá del niño asume en cuerpo propio la frustración de su hijo y carga de nuevo:
– “Pero, nena, ¿cómo va a entrar allí con los pequeños? Mira a aquel, apenas camina. Es peligroso para ellos porque el mío es fuerte, ágil y los puede tumbar”.
– “Sí, pero mide menos de un metro”.
Otros padres toman partido por la madre agraviada y su hijo: – “Nena, eso dirán las normas, pero ustedes están aquí para solucionar los problemas. ¡Déjalo entrar!”.
La supervisora, al escuchar esto, riposta entre dientes: – “Pero ni chistarían si fuera en un centro comercial, donde cobran por la entrada”.
Mientras observo, sin animarme a intervenir, me acuerdo de las clases de normas del viejo Roscoe Pound: reglas versus estándares; certeza cerrada versus espacios razonables de discrecionalidad.
Otra pareja de padres –los del pequeño que gateaba plácidamente en el otro espacio- empiezan también a discutir entre ellos:
La esposa: – “Ajá, y tú que quieres que haga, si para eso la pusieron en la puerta…”.
El esposo: – “Pero, mira, ella puede dejarlo entrar y no pasa nada. El niño ya se puede defender solo con los grandes”.
Otros espontáneos van ofreciendo argumentos. Los padres y acudientes, en general, apoyan a la madre; otros empleados del parque, que han ido llegando, apoyan a la guardiana de la puerta. Me digo a mi mismo telegráficamente: “interpretación condicionada por intereses inmediatos, empatía unilateral y condicionada”.
La madre continúa con su argumentación, cada vez más airada: “Pero mira, nena, el niño es chiquito, porque nació sietemesino, él siempre ha sido pequeño. Ajá, ¿cómo no lo vas a dejar entrar al parque grande? Es injusto”.
Otro señor la sigue inmediatamente y cierra el argumento: “Oye, es como si el niño tuviera una discapacidad por ser sietemesino, tú no le puedes prohibir la entrada, eso sería discriminatorio”. Y continúa con un argumento de coherencia: “¿Qué harías si llegara aquí un niño de esos enanitos, que tienen una enfermedad? ¿No lo dejarías entrar? O a un enano adulto: ¿a él sí lo dejarías entrar si tiene la estatura? Esto es solo para niños”.
“El modelo de las reglas versus los principios, Hart versus Dworkin”, me digo a mí mismo y me pregunto, entretanto, si mi obsesión con la teoría jurídica no será enfermiza. Quizás debería ir donde un sicólogo. En vez de estar haciendo notas mentales de pie de página, ¿no debería hacer algo concreto? ¿No podría aclarar la correlación entre reglas, estándares, fines y principios y con ello ayudar a una solución razonable? Pero no, no hay nada que hacer. La discusión ya amenaza trifulca. Los gritos van y vienen, hay amenaza de violencia.
Y de pronto, la supervisora grita:
– “Nena, ¡mídelo otra vez!”.
La solución era genial para las circunstancias: se salvaba la norma y se ejercía cierta discrecionalidad (o, incluso, se aplicaban principios). Faltaba un suspiro apenas para el metro. Si le medían con los zapatos puestos, si algún fleco del cabello se paraba, si haciendo fuerza todos lo estirábamos un tris, si la portera miraba rápido el metro y no con detenida precisión, si…
Pero nuestras esperanzas fueron en vano: – “Sabes qué, nena, ni queríamos entrar a tu parque de mierda”, dijo la madre, mientras tomaba de la mano al niño y se encaminaba a la salida.
– “Pá…”, grito mi hija de solo tres años que, por grandota y hermosa –como su madre-, superaba por mucho el bendito metro de estatura.
– “Dime amor…”, y la vida siguió.