¿Quién le pone el cascabel al gato? Sobre el enjuiciamiento penal de congresistas

El ejemplo italiano ofrece valiosas enseñanzas: los sistemas de enjuiciamiento de la alta política se desestabilizan frente a fenómenos de corrupción masiva. Cuando los políticos son acusados, poseen, además de las herramientas del derecho penal, la posibilidad de usar la legislación en su provecho «Tangente” significa en italiano “coima”.

En el año de 1992 un oscuro funcionario público milanés fue detenido por cobrar un porcentaje a la empresa de limpieza que prestaba sus servicios al asilo de ancianos que él regentaba. La investigación, a la que se le dio poca importancia en un comienzo, llevó a que la magistratura italiana descubriera un generalizado sistema de cobro de coimas en la contratación pública, que terminó incriminando a las cúpulas de la partitocrazia italiana. Milán se tornó de pronto en Tangentópolis, la urbe de la que irradiaba una compleja red de corrupción político-económica que llegó a cubrir toda la Lombardía y luego a Italia entera. La magistratura empezó a halar la cuerda y encontró un sistema de favores políticos a cambio de coimas que, aunque ilícito, era socialmente aceptado. A la altura de 1992, la tercera parte de los parlamentarios italianos ya se encontraba bajo alguna amenaza de represión penal. A pesar de ello, se expidió en 1993 una ley de derogación de la estricta inmunidad parlamentaria que los protegió hasta ese momento. Según el sociólogo del derecho italiano Vincenzo Ferrari, la eliminación fue tan sólo un gesto populista con calculados efectos políticos a ser cobrados en futuras elecciones. El enjuiciamiento penal de los parlamentarios todavía exigía de una autorización explícita de desafuero que debía promulgarse por sus propios compañeros de política, y ello constituía aún suficiente garantía de inmunidad (o impunidad). La negación del desafuero de Craxi, por ejemplo, ocasionó un levantamiento social de notables proporciones en Italia, que llevó al reemplazo de casi toda una generación política. La lista de intersticios legales que han intentado oponerse a las investigaciones judiciales en Italia es larga: incluye, entre otras expresiones, el llamado “decreto salva-Craxi”, mediante el cual se prohibió la imposición de la detención preventiva a ciertos delitos económicos, entre los cuales se encontraban aquellos que se le imputaban al ex premier Craxi; continúa, más recientemente, con la ley conciliada (Lodo) Schifani del 2003, en la que se prohíbe el enjuiciamiento penal por cualquier delito, incluso cometido con anterioridad a su posesión, del Presidente de la República, del Presidente del Senado, del Presidente de la Cámara de Diputados, del Presidente del Consejo de Ministros o del Presidente de la Corte Constitucional. Insiste, finalmente, con la ley conciliada Alfano del 2008, en la que se ordenó, de forma menos rotunda pero con igual resultado, la suspensión de todos los procesos penales contra los mismos funcionarios protegidos en la Ley Schifani; y termina, para redondear una larga lista de torpezas constitucionales, con la propuesta de volver a instaurar el fuero absoluto de inmunidad parlamentaria a favor de la alta política. Todos estos son signos claros de una tentación dictatorial disfrazada de debate legislativo ordinario.

A pesar de estos esfuerzos, el Estado de derecho y la separación de poderes han funcionado parcialmente en Italia. Las leyes Schifani y Alfano fueron declaradas inconstitucionales por la Corte Constitucional italiana, aumentando así la confrontación entre la rama judicial y la élite política. La respuesta por parte de Berlusconi a estos pronunciamientos judiciales ha sido virulenta. Advertidos por la Corte Constitucional de que estas leyes ad persónam violaban el principio de igualdad, las élites políticas italianas han regresado a una reforma judicial, que pretende ser, al menos, facialmente neutral. En un nuevo proyecto de ley presentado en noviembre del 2009, se propone acortar a seis años el tiempo máximo de todos los procesos penales. En este límite máximo tendría que tramitarse desde la notitia criminis hasta el posible recurso ante el tribunal supremo. Los comentaristas legales italianos han advertido cómo esta norma favorecería de manera diferencial la impunidad de los delitos de cuello blanco de la clase política, ya que ellos tienen mayores desafíos investigativos. El ejemplo italiano ofrece valiosas enseñanzas: los sistemas de enjuiciamiento de la alta política se desestabilizan frente a fenómenos de corrupción masiva. Cuando los políticos son imputados o acusados de comisión de delitos, poseen, además de las herramientas corrientes de derecho penal, la posibilidad estratégica de usar la legislación en su provecho. Se genera así una dinámica en la que de forma abierta u oculta se puede llegar a manipular la Constitución y las leyes, para lograr ventajas estratégicas en el foro penal. Esta impresión, incluso si solo es relativamente cierta, es imposible de vencer y la ciudadanía tendrá siempre razones para sospechar de la neutralidad de cualquier propuesta en el campo penal que se promulgue en estas circunstancias. Luego del escándalo de Tangentópolis, Italia ha vivido una espiral descendiente de desconfianza institucional. La defensa penal se hace en los casos de alta corrupción política, no por vía de pruebas y argumentos jurídicos y fácticos, sino a través de reformas al proceso penal que, por más que se intente, no dejan de ser ad hoc. En el caso colombiano, ya se muestran signos de esta enfermedad italiana. Frente al escándalo de la parapolítica, algunos partidos políticos han pedido o incluso propuesto la modificación de las reglas constitucionales de enjuiciamiento de los congresistas. La primera de esas propuestas, que fue muy mal recibida en la opinión pública nacional, pretende la creación de un Tribunal Nacional Especial, para investigar y juzgar penal y disciplinariamente a algunos altos funcionarios del Estado. Aunque la ponencia de primer debate del Senado de esta iniciativa fue negativa, los argumentos allí esgrimidos muestran, no tanto un rechazo de principio a la iniciativa, sino una evaluación marcadamente estratégica según la cual el tribunal especial, en realidad, no daría el grado de protección política que los parlamentarios, tanto por razones nobles como torvas, parecen estar exigiendo. Pero, al mismo tiempo, la realidad colombiana parece indicar la necesidad de ofrecer, no tanto garantías políticas a la clase dirigente, sino un sistema penal creíble con salvaguardas adecuadas de debido proceso. ¿Quién entre los ratones le pondrá el cascabel al gato?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *