El mal samaritano
En una calle empinada y solitaria de Bogotá venía bajando en la bicicleta y observé a un domiciliario (de cualquiera de estas empresas) subiendo. Al mismo tiempo, una llamada al celular que torpemente traté de contestar, una piedra no advertida y, en un segundo que me pareció eterno, me vi a mí mismo caer: duro, de frente, volando por encima del manubrio, aterricé con la quijada en el pavimento. Tirado en el suelo y sangrando por la boca me percaté del domiciliario que me miró con curiosidad y que siguió su camino sin detenerse un segundo. Yo ya había ensayado en mi cabeza decirle que gracias, que estaba bien, que qué torpeza la mía pero que, sí, que gracias por la ayuda. Ayuda a reincorporarme, o a ir al hospital, o a detener la hemorragia copiosa por la nariz y la boca, o a recoger esquirlas de diente que ya había escupido. Alguna cosa, porque me sentía lastimado e impotente.
Pero esas palabras ya ensayadas mentalmente no las llegué a pronunciar porque el señor de la bicicleta siguió derecho.
Me sorprendió mucho. No esperaba que no fuera a parar. Éramos solo los dos en esa calle solitaria y habíamos hecho contacto visual, incluso mientras mi cuerpo caía proyectado hacia adelante. Me sentí torpe otra vez y me culpé del accidente. Y luego, sentí algo de rabia con esa persona por su frialdad, por su falta de humanidad. Yo, seguro, hubiera parado a ayudar, me dije.
En un famoso experimento de 1973, los sicólogos John Darley y Daniel Batson pusieron a prueba las condiciones del “buen samaritano”[1]. Situaron a una persona en un callejón, apoyado sobre una puerta, la cabeza abajo, los ojos cerrados, sin moverse. Cuando los sujetos del experimento pasaban por el frente, la víctima tocía dos veces y se quejaba de forma notoria, conservando su cabeza abajo.
Los sujetos del experimento eran estudiantes de teología a los que se les decía, de improviso, que tenían que ir a dar una charla a otro lugar que los forzaba a pasar por el callejón. A la mitad del grupo se les dijo que iban ya muy tarde y a la otra mitad que tenían tiempo suficiente para llegar. A algunos sujetos en ambos grupos se les habló, en preparación para su pretendida charla, de la parábola del buen samaritano; a los otros se les habló de otro tema sin conexión alguna.
Los resultados fueron sorprendentes: de los que tenían afán, solo el 10 % paró a preguntar y a ayudar al señor que daba muestras de necesitar ayuda; de los que no tenían afán, el 63 % paró a preguntar y a ayudar. Este resultado no cambió ni siquiera para los que reflexionaron antes sobre la parábola del buen Jesús. Los que tenían afán, incluso si habían preparado la parábola del buen samaritano, tuvieron mucha menor inclinación a ayudar a quien lo necesitaba. Los que iban más holgados de tiempo, ayudaron más.
Interesa mucho preguntarse por los dos grupos en los extremos: por los buenos samaritanos súperconscientes que, a pesar de ir afanados, pararon a ayudar (10 %), y del otro lado, por los malos samaritanos que no ayudaron, a pesar de tener mucho tiempo para ofrecer ayuda y alivio (37 %).
Quizás el domiciliario con el que me crucé no fuera mala persona, sino que iba de afán a hacer su entrega. Si hacemos el experimento de meternos en su cabeza, quizás haya visto a un tipo maduro que torpemente decidió bajarse de la bicicleta sin antes frenar. No le pareció quizás que el golpe hubiera sido muy fuerte, pues ya se estaba moviendo y parando por sus propios medios. En fin, no parecía tan grave la cosa y la entrega (¿de un pan? ¿de un medicamento? ¿de un almuerzo?) había que hacerla prontamente.
Hoy en la calle vi a una familia venezolana pidiendo ayuda y pasé derecho, sin mirar, porque de la nada me acordé que tenía mucho afán para llegar a esa reunión. Y, en realidad, no era tan cierto porque resultó que, al fin y al cabo, dispuse de 15 minutos adicionales para tomarme un humeante latte macchiato.
[1] «From Jerusalem to Jericho»: A study of Situational and Dispositional Variables in Helping Behavior». Journal of Personality and Social Psychology, 1973, 27, 100-108
La imagen es de https://migravenezuela.com/web/articulo/los-domiciliarios-venezolanos-siguen-trabajando-por-colombia-en-medio-de-la-pandemia/1829